Francisco de La Vega y María de Casar vivían felizmente en Liérganes con sus cuatro hijos. El segundo de ellos, Francisco, se fue nadando río abajo, por el Miera, la víspera de San Juan del año 1674. No volvió así que, a pesar de ser un excelente nadador, le dieron por muerto.
Cinco años más tarde unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz vieron a un ser acuático extraño que tenía apariencia humana. Lograron pescarlo cebándolo con pan y cercándolo con redes. Lo subieron a cubierta y vieron que era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo y ralo. Tenía una cinta de escamas que le descendía de la garganta hasta el estómago, otra que le cubría todo el espinazo, y unas uñas gastadas, corroídas por el salitre.
Lo llevaron al convento de San Francisco, donde, después de conjurar a los espíritus malignos, le interrogaron en varios idiomas sin obtener respuesta alguna. Al cabo de unos días dijo ¡Liérganes! y un joven cántabro que vivía en la zona comentó que era un pueblo de Cantabria.
La noticia llegó hasta el municipio donde pensaron que podía ser Francisco de la Vega Casar. El joven regresó a Cantabria, a casa de su madre, donde vivió con desgana. Siempre iba descalzo y muchas veces desnudo. Al cabo de nueve años, volvió a zambullirse en el Miera y nunca más se supo de él.